¿Cómo era el primer diccionario de la RAE?

Si nos aplicásemos a la tarea de contabilizar las veces que, a lo largo del año, recurrimos al Diccionario de la lengua española en busca de la definición de algún término, seguramente nos daríamos cuenta de que son muchas más de las que en principio podríamos llegar a pensar. Especialmente desde que puede consultarse en línea, y más aún desde que existe la aplicación para dispositivos móviles.

Pero la Real Academia Española (RAE), valedora junto con la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) del citado diccionario, no ha estado siempre ahí para facilitarnos la comprensión de palabras y expresiones. Su labor lexicográfica (que es como se conoce a la tarea de composición de diccionarios) tuvo, como todo, un comienzo.

Qué es y qué no es un diccionario

Antes de presentar al que fue el primer diccionario confeccionado por la RAE, conviene precisar en qué consiste este tipo de obra y, por extensión, cuál es verdaderamente el trabajo que desempeñan la RAE y la ASALE con ella.

Un diccionario debe encargarse de facilitar a quienes lo usen el conocimiento sobre el significado de palabras y de expresiones que se escuchen o lean en una lengua. Tiende a generarse mucho revuelo en redes sociales cuando algún medio publica una noticia que titula, casi apocalípticamente, de forma parecida a «La RAE acepta la palabra X en el diccionario», pues acaba por confundirse estar en el diccionario con ser un término correcto o de uso no vulgar.

Además, suele tenerse también la idea errónea de que son los académicos los que deciden inquisitorialmente qué palabra debe o no entrar en el diccionario. Y precisamente uno de sus académicos más conocidos, Arturo Pérez-Reverte, se ha encargado varias veces de matizar que la RAE, con sus diccionarios y gramáticas, no actúa como juez o policía del lenguaje, señalando qué está bien y denunciando qué está mal, sino como un notario que recoge el uso que los hablantes, verdaderos dueños de la lengua, hacen de ella.

El Diccionario de autoridades

Publicado entre 1726 y 1739 y dedicado al rey Felipe V, el Diccionario de autoridades fue el primer diccionario de cuya confección se encargó la RAE, que había sido fundada solo unos años antes, en 1713. El sobrenombre por el que se conoce (pues su título fue otro distinto y mucho más extenso) remite a su característica más identificativa: el uso de voces autorizadas que habían escrito en español para refrendar las definiciones que se ofrecían en el diccionario.

La magnitud de esta obra en la historia no solo de la lexicografía española sino de la propia lengua que esta recoge es abismal. Como hemos señalado, el Diccionario de autoridades es el primero que elabora la entidad que durante más de trescientos años y hasta hoy será la encargada de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua española.

Y no puede dejar de destacarse que esta obra es la primera que acomete la RAE, con lo que da prioridad, y en consecuencia más importancia, a la labor lexicográfica que a la ortográfica o a la gramatical. Si bien, hay que reconocer que existían ya precedentes, como el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias, que el propio Diccionario de autoridades cita y alaba en su prólogo.

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Lo que más destaca de este diccionario es, como decíamos, el empleo de autoridades (en su mayoría literarias) como ejemplo de uso de las voces que define y como forma de atestiguar su existencia. El Diccionario de autoridades, por ser el primero que elaboraba la RAE, es muy prudente en lo que dice, y no duda en prescindir de plasmar en sus entradas aquello de cuya verdad no tenga absoluta certeza, razón de más para ampararse en figuras consagradas de las letras que aporten autoridad a lo propuesto por la Academia. Aunque la propia institución se encargó de matizar, para evitar polémicas, que las autoridades que figuran en su diccionario son una herramienta para facilitar la comprensión de la definición de las voces, y que no hay tras su selección ningún tipo de posicionamiento literario.

Un ejemplo

Veamos, a modo de ejemplo, cómo define el Diccionario de autoridades la palabra alma.

En primer lugar, se da, abreviada, la categoría gramatical (sustantivo femenino), a la que sigue la definición del término: «la parte mas noble de los cuerpos que viven, por la qual cada uno segun su espécìe vive, siente y se susténta: ò segun otros el acto del cuerpo, que le informa y dá vida, por el qual se mueve progresivamente…». Después se ofrece su etimología y, finalmente, la Academia ejemplifica el uso de esta palabra con tres autoridades:

En primer lugar, el título tercero de la primera de las Siete Partidas, de Alfonso X ─«hombre verdadéro, è compuesto de alma razonable, y de carne, è verdadéro Dios»─. Después, el capítulo primero de las Moradas, de Santa Teresa ─«ansi à bulto sabémos que tenémos almas; mas qué bienes puede haver en esta alma, ò quien está dentro en esta alma, ò el gran valór de ella, pocas veces lo considerámos»─. Y, por último, la Visita de los chistes, de Quevedo ─«luego que desembarazada el alma se vió ociosa, sin la taréa de los sentidos exterióres, me embistió desta manéra la comédia siguiente»─.

Una conclusión

El Diccionario de autoridades tiene todas las características de una primera obra, y adolece a veces de ciertas imprecisiones y carácter conservador. Sin embargo, ello no le resta en absoluto mérito. Como hemos dicho varias veces, la característica más singular de este diccionario son las autoridades presentes en sus definiciones y, sin pasar por alto que se trata de una obra del siglo XVIII, guarda por ello mucha relación con los diccionarios actuales, que incluyen ejemplos de uso en sus definiciones.

Estamos, en definitiva y como subrayó nada menos que Lázaro Carreter en su discurso de ingreso en la RAE, ante una obra insigne de la Academia que sentaría cátedra y que, por su singularidad y el esfuerzo titánico que conllevó su confección, ha pasado a los anales de la lexicografía española como una obra inmortal de conocimiento obligado.

Javier Soto Zaragoza does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.