Condicionada condición

No hay un solo día en el que subconscientemente no despertemos bajo el dominio de una pauta capaz de marcar el devenir de cada jornada. Y no con ello me refiero a obligaciones o responsabilidades que diariamente debamos acometer, sino a la condicionada condición que sin darnos cuenta influenciará subliminalmente nuestro quehacer diario.

Y es que desde la niñez, tras nacer ateos de toda posición, la referida condición nos obliga a olvidar «qué somos» para centrar la vida en «quiénes somos», gracias a la imposición de una lógica seña social que a lo largo de nuestra vida muestre nuestra identidad, quedando así sometidos de por vida a infinidad de influencias externas provenientes del entorno familiar, la escuela, el instituto, la universidad, las amistades, y por supuesto, el entorno laboral, donde innumerables comportamientos, costumbres y pautas, se incorporarán con naturalidad a nuestra personalidad, en muchos casos sin cuestionar si resultan afines a nuestra educación, soterrando con ello la verdadera realidad de la percepción por la vida, para subsistir bajo la más complicada artificialidad.

Sin escape a su nociva influencia, pues ni podemos, sabemos o queremos ser, ni tener menos que los demás, nos limitamos a seguir la corriente de modas, tendencias y conductas en un mundo donde sin imagen, las posibilidades se reducen a la nada como resultado del trabajo de ingeniería social que a base de constante repetición, consigue hacer verdad la mentira tras manipular el subconsciente colectivo, todo ello mediante la ególatra dosis diaria que psicológicamente nos lleve a la adoración por cosas que no necesitamos para vivir ni mucho menos ser felices.

Esta condición, del todo inducida, fomenta la individualidad de la sociedad no solo dividiendo a sus miembros, sino apartándolos de la realidad tras condicionar la mente social en beneficio de unos pocos, dictando para ello como debemos vestir, comer, hablar, comportarnos, lo que está bien o mal, e incluso con absoluta desfachatez, a quien odiar y a quien amar. Dicho de otro modo: nos convertimos en permanentes presos reeducados para ser empujados hacia a una delirante carrera llena de loca competencia y absurda rivalidad, cuya consecuencia directa aísla y destruye a la colectividad.

sociedad individualista

De esta forma; condenados a su influjo, cualquier decisión personal que en buena lógica debiera ser tomada bajo estricto libre albedrío, se convierte en condicionada condición gracias a la sistemática influencia de los medios de comunicación, en especial de una televisión convertida en espejo social destructor de toda ética, donde las aborregadas masas encuentran de manera deliberadamente instruida, una involuntaria pérdida de valores del todo necesarios para una adecuada convivencia, además de una tan banal como brutal identificación material y por tanto consumista.

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Y así, no extraña en absoluto la insensibilización de una cada vez más deshumanizada sociedad distanciada de toda causa solidaria, tras ser dócilmente conducida al más burdo entretenimiento que abrazamos como válvula de escape para dar la espalda a la realidad, absorbiendo sin complejos la ignorancia que insustancialmente cambie nuestra intranscendente percepción por la vida, para sentirnos un poco más ilusoriamente felices mientras el bienestar colectivo disminuye.

Esta es la causa cuyo efecto convierte al pensamiento en víctima del engaño, cuando la condicionada condición, es insertada en nuestro cerebro bajo el temor a quedar sentenciados al ostracismo social, al crear falsas virtudes que escondan los muchos defectos y mayúsculas carencias de un decrépito sistema obsoleto que a lomos de la involución intelectual, deteriora gravemente el porvenir debido a la manifiesta incapacidad de ponernos de acuerdo cuando el interés particular anula toda voluntad de actuación: atisbo del funesto resultado futuro que nos espera sin la adecuada formación del hoy, que garantice la correcta educación del mañana.

educación y solidaridad

La consecuencia a esta desnaturalización, por individualismo, es dejar de ser auténticos desde el momento en el que la sociedad valora al individuo por ser «quien es» y no «qué es», bajo una falsa realidad e identidad que a lomos de orgullo y vanidad produce, con la suma de sus miembros, una insana escala de valores sociales. Y así, la verdad y con ella lo real, no puede aflorar en un mundo donde nadie es quien dice ser y donde casi todos mienten más que hablan gracias a la maldita condicionada condición que nos obliga, con su constante insistencia, a complicar nuestro vivir engordando a un monstruo llamado dinero que sin duda impide hacer sencilla la vida para con menos alcanzar mayor grado de satisfacción.

Y mientras dicha condición, deliberadamente condicionada, sea ignorada en beneficio del interés de a quienes ciegamente debemos copiar, seguir y alabar al otro lado de la pantalla en el colmo de lo absurdo para insulto del intelecto humano, la verdadera esencia de la vida estará lejos de construir una sociedad justa, unida y solidaria: sagrados valores a la baja entre la juventud de un hoy que mañana construya sabe dios que sociedad, sin que haya que ser demasiado inteligente para adivinar el lúgubre resultado venidero más cerca del negro realismo que del grisáceo pesimismo.

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